viernes, 18 de diciembre de 2015

DIGRESIÓN 3


Lujo y miseria en “la milla de oro”

En el lateral izquierdo del portal de dos arcos, del número 22 de la calle Serrano de Madrid, en un angosto hueco entre la gruesa columna de granito con pronunciada éntasis, y la pared vertical del muro, escondía el mendigo los cartones que le protegían del frío en las gélidas noches del invierno madrileño. Pero no dormía allí, sino que lo hacía en un lugar próximo que se encontraba mejor protegido de los rigores invernales, el hueco de la entrada de la boutique de Pedro del Hierro, dos edificios más abajo, en el número 18, en la misma manzana de casas. A partir de las diez y cuarto de la noche, tras cerrar su puerta el último de los comercios, la calle sólo era habitada por los mendigos. Al poco tiempo, llegué a identificar a éstos por los lugares donde instalaban sus rudimentarios lechos, y también por sus costumbres. Este a quien me refiero era de los más cuidadosos y ordenados con sus modestos enseres, porque había otros, puede que empujados a los peores lugares por quienes habían logrado un buen cobijo, que dormían pegados a los muros de los edificios pero absolutamente al raso, verdaderos sin techo ninguno que los protegiera de la lluvia y de las heladas invernales. Y alguno más había que, con el alma a la deriva, durante el día abandonaba sus cartones y mantas en medio de la acera, para, más tarde, encontrárselo todo inservible, empapadas en agua las mantas si había llovido, y los cartones asimismo echados a perder. La calle, para muchos de ellos, era como una cárcel donde habían quedado para siempre encerrados. Encerrados fuera de las calefacciones y del calor que da el hogar del cariño.

Lo vi por vez primera a las siete menos diez de una fría y oscura mañana de un treinta de enero en los noventa. Yo había madrugado más que muchos días porque era el último para presentar en Hacienda el resumen anual del IVA, y quería dejarlo todo resuelto a primera hora. Por eso fui más temprano que ningún día. Como siempre, accedí a la calle desde la boca de metro de la estación de Serrano, y enfilé en dirección al número seis, donde trabajaba en aquella época, en el edificio que hace esquina con la calle Columela, muy cerca de la Puerta de Alcalá. Me sorprendió ver una gran hoguera en medio de la acera y, a medida que me iba aproximando, observé cómo un hombre la atravesaba de lado a lado, con riesgo de abrasarse. Cuando ya estaba cerca, me fijé que se trataba de un sin techo, un hombre con el pelo y la barba canosos, que de ese modo se estaba calentando. A los pocos días lo volví a ver en las mismas circunstancias, y al llegar a su altura, me detuve y, sacando una moneda de cien pesetas del monedero, se la tendí, mirándolo a los ojos.

     Toma, para un café…

Viéndolo de cerca me pareció más mayor de lo que supuse. Su reacción, instintiva, me sorprendió, pues retrocedió de un salto, como si se tratara de un animal acechado por su predador. Al fin, rápidamente se tranquilizó y me extendió la mano para recoger la moneda. No dijo palabra…
Lo volví a ver alguna vez, hasta que desapareció. Imagino que ya habrá muerto.

***

Durante los años que pasé trabajando en la milla de oro de Madrid, me crucé con muchos otros mendigos. Recuerdo otro que, a partir de las dos de la tarde, se arrodillaba en medio de la calle, con un cartel donde suplicaba compasión y solicitaba ayuda económica. Había personas que, ante su presencia, frenaban su paso y dejaban caer alguna moneda en un pequeño plato de plástico de color rosa que el hombre había colocado en el suelo, delante de él. La mayoría, sin embargo, eludía ese encuentro dando una brusca y forzada revuelta, bordeando aquel descarado obstáculo.

Pero había otro mendigo, que era quien llamaba especialmente la atención de los peatones por encima del resto. Se trataba de un rumano llamado Ovidiu —me dijo su nombre un día que me detuve a darle una moneda y me interesé por él—, que se arrastraba sentado por el suelo, mostrando muñones, en lugar de piernas, gracias a las bien remangadas perneras del pantalón. Lo que más llamaba la atención de él es que en una de sus manos llevaba un cacillo de aluminio, con alguna moneda tintineando en su interior al bamboleante ritmo de su lento avance, mientras recitaba una especie de letanía en un español rumanizado…

     ¡Por favor, zeñores...!, ¡gracias, zeñores…! ¡Por favor, zeñores…!, ¡gracias, zeñores…!

Me incomodaba la exhibición impúdica que hacía ese hombre de su desgracia, pues el efecto estético de su súplica, arrastrando por el suelo y exhibiendo de ese modo lo que quedaba de su cuerpo, resultaba algo obsceno.
           Al poco tiempo, volviendo a casa a las dos de la tarde, una hora no habitual para mí, entré en la boca de metro de la estación de Serrano, y vi al rumano, en el andén, esperando la llegada del tren como un viajero más. Estaba, como siempre, con su cacillo y sentado en el suelo. En cuanto llegó el tren, un muchacho joven que se encontraba cerca de él, lo abrazó por detrás por debajo de sus axilas, y lo depositó en el suelo del último vagón, donde también me monté yo. En cuanto el tren inició su marcha, un espectáculo patético se produjo allí mismo, cuando Ovidiu, arrastrándose por toda la longitud del vagón del mismo modo que hacía por la acera de la calle Serrano, recitaba su particular letanía:

     ¡Por favor, zeñores...!, ¡gracias, zeñores…! ¡Por favor, zeñores…!, ¡gracias, zeñores…!

Al llegar el convoy a la siguiente estación, el mismo chaval joven que ayudó a nuestro mendigo en la estación de Serrano, volvió a izar en el aire a aquel despojo humano y, con una sorprendente rapidez, lo condujo en volandas al vagón inmediato, donde Ovidiu siguió arrastrando su súplica de ayuda entre las piernas del pasaje, sin reparar en que su fornido ayudante y él mismo estaban dejando en evidencia la tramoya del negocio.

***

En fin. Pocos años después, la empresa donde yo trabajaba decidió fusionarse con otra del mismo grupo, y nos mudamos de oficina, instalándonos en el margen opuesto del Paseo de la Castellana. El edificio que la albergaba tenía su entrada principal por el mismo Paseo, pero había otro acceso por la calle Fortuny (“fortuni”, la llamamos los castellanos y “fortuñ” la nombran los catalanes), así denominada en recuerdo del pintor Mariano Fortuny, natural de Reus. El caso es que, sorprendentemente, esa zona de la ciudad, a partir de determinadas horas de la noche, se convierte en nido de travestidos altos y elegantes, que ejercen de busconas y visten una elocuente lencería provocativa. Sucedió que, otra mañana en la que también hube de acudir bien temprano a trabajar, a eso de las siete, abandoné el Metro por la Glorieta de Rubén Darío, y girando por la calle Jenner enfilé hacia Fortuny para entrar a la oficina por la puerta trasera del edificio. Yo iba abatido, tras haber dormido poco, y con el peso de todo el trabajo que, como llamándome desde mi mesa, requería mi atención. Llevaba, pendiendo de su asa en mi mano derecha, una gruesa cartera con listados de ordenador y documentos, con los que había trabajado en casa hasta bien tarde. Y allí, junto a la puerta trasera del edificio, un grupo de tres o cuatro travestidos, altos como torres y maestros en evidenciar lo prohibido, dispersaron levemente el grupo para dejarme pasar.

—¡Hola, amor…!

Me espetó uno de ellos. Lo dijo suavemente, con una voz grave, casi varonil, que sin embargo me produjo una inesperada conmoción. Porque en aquella época, de trabajo desbordante, hostil a los sentimientos y padeceres humanos, donde unas tareas agobiantes ocupaban casi todas las horas de mi vida, aquella breve pero tierna invocación amorosa, realizada por un travestido a quien ni siquiera miré, tuvo el efecto de anudarse, por un instante, en mi garganta...

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