sábado, 31 de agosto de 2013

Raquel


Raquel





No sé cuánto tiempo habrá pasado desde que me quedé solo. La puerta de la celda se cerró y no he vuelto a oír más pasos que los del carcelero alejándose. Después,  lejano, como en un sueño, he oído en un par de ocasiones como un sordo rumor de lo que podría ser un cerrojo de fusil… pero ya no estoy seguro de casi nada. Me quitaron la documentación, los cordones de las zapatillas y el cinturón. En el bolsillo de la camisa he guardado el recibo que me han entregado para reclamar mis pertenencias... Está a mi nombre, Antonio Trejos dice, y únicamente detalla: cartera de documentos, anillo, reloj, 12 pesos y 52 centavos. No dice nada del cinturón. Dentro de la cartera tengo una foto pequeña de mi madre, de cuando se hizo el pasaporte: se la tengo que pedir al carcelero, la quiero conmigo. Sólo ella me ha querido. Recuerdo cuando, de niño, tengo no más de cuatro años, abraza mi cabeza contra su pecho, y la siento llorar en silencio. En la infancia ya se puede conocer todo de la vida, todo lo que da de sí, su desolación. Basta un gesto, un simple gesto, para que en él la vida muestre su infamia. El llanto encierra todo lo que somos capaces de aprender, y desde muy niño se aprende. Para eso no hacen falta estudios ni discursos. Yo no digo nada, y ella tampoco.  Ambos sabemos, sin embargo, que la vida es como un naufragio, en el que las almas quedan a la deriva en un mar de lágrimas. ¡Cómo odio al hombre que la hace llorar! Ese hombre es mi padre y casi no lo conozco. Un vago recuerdo de su voz, una imagen borrosa de su rostro: un rostro sin ojos. No recuerdo sus ojos. Yo era incapaz de sostener su mirada. Nunca he visto una foto suya. Nos abandonó enseguida, y para mí ha sido la imagen viva del odio, del que enseguida prendió en mí. Sí, nos abandonó muy pronto, pero la tortura de su presencia duró mucho. Recuerdo que gritaba a mi madre, fuera de sí, y refiriéndose a mí: 

-          ¡Defiende a ese cabrón! ¡Él tiene la culpa de que ya no te quiera!

Y ella entonces me abrazaba, y me decía bajito:

-          Tranquilo, mi niño, mamá te quiere mucho, siempre te querrá. 

La tenue luz que entra por el tragaluz que hay cerca del techo no cambia de intensidad. No sé si es natural. Debe dar a un estrecho patio interior. Una bombilla desnuda cuelga del techo de la celda, y está encendida. Lleva horas encendida. Me duelen las rodillas y creo que tengo fiebre. Respiro jadeando, y me devora la sed. He bebido agua, templada y con un extraño sabor metálico, del grifo del sucio lavabo que hay junto a la horrible letrina. No hay jabón, ni toalla, ni papel para limpiarse. La celda huele como a lejía reconcentrada mezclada con orines. También me duele el pecho, como cuando me da por fumar mucho. Sobre el somier de la cama, algo hundido en su zona central, hay un sucio jergón enrollado y sujeto con una cuerda de esparto. Estoy sentado sobre un taburete y ya no soporto más esta incómoda postura. Me levanto y extiendo el jergón sobre la cama. Me tumbo en él boca arriba y cierro los ojos. Mi mente está en blanco. El silencio es total, como si el resto del mundo hubiera desaparecido. Al rato abro los ojos. No pienso en nada ni en nadie mientras me quedo mirando fijamente al techo de la celda. Pero de nuevo me viene a la memoria la imagen de mi padre gritando, tirando de mí:

-          ¡Dame a ese niño, que se va a enterar de lo cabrón que es!

Y mi madre plantándole cara:

-          ¡No le toques!, ¡suelta de él tus sucias manos! ¡Tú sí que eres un cabrón malnacido…!

Entonces él se enfurece más, y la pega. Y ella, que es la mujer a quien más he querido, me defiende protegiéndome con su cuerpo. Ella, que es mi madre, termina llorando de desolación, no de dolor físico, porque le duele más el alma que el cuerpo, y no deja de abrazarme. Yo soy su destino y también, luego lo he intuido, su esperanza de salvación, la persona más importante de su vida. Pero está condenada a la soledad, porque nunca sabré lo que he de hacer para salvarla.

Al cabo de los años, cuando he oído a otras personas hablar de los primeros recuerdos de su vida, hablan de sus siete u ocho años, y siempre son recuerdos lindos. Los que yo tengo todos son de mi primera infancia y todos se refieren a ese hombre que era mi padre, porque a todos ellos los atenaza la amenaza de su presencia. Sin embargo, el recuerdo más antiguo en mi memoria es el doloroso escozor de una meada de bebé. Me recuerdo llorando de dolor. No sé situarlo en el tiempo, pero sí recuerdo los brazos de mi madre, sé que es ella, acudiendo en mi auxilio y acogiéndome en su pecho con palabras de consuelo. El consuelo que yo no supe darle cuando, muchos años después, murió inesperadamente entre mis brazos. Al final, ironías de la vida, de ella no aprendí esa ternura que derrochó conmigo, y no supe ser tierno con ella cuando de mí lo necesitó. Sorprendentemente, aprendí más de mi padre, de su odio, de su desprecio, de su falta de cariño. Creo que también de su soledad, porque sólo desde ella un hombre es capaz de hacer tanto daño. Aprendí sobre todo el miedo que produce la violencia gratuita y sinsentido, y el odio que es capaz de anidar en una vida acorralada. Aprendí a vivir desde el miedo y el odio. Ellos fueron mi primera escuela.

Desaparecer, hacerme invisible. Los malencarados se apoderan de mi debilidad para gastar sus macabras bromas. Por eso trato de eludir todas las preguntas evitando cruzar mi mirada con las de mis compañeros. También con los profesores, porque éstos no son mejores  En el patio de la escuela, durante los recreos, me camuflo entre el bosque de niños en el rincón más lejano. La proximidad encierra una amenaza por mi incapacidad para seguir una broma, no digamos si de lo que se trata es de hacer frente a la humillación. Mi respuesta es siempre ineficaz.

-          ¡Levántate cuando te hablo!

Grita fuera de sí. Me levanto ante la inesperada orden, y él, a grandes zancadas, dirige sus pasos hacia mí por el estrecho pasillo entre el ventanal y la primera fila de pupitres. Al llegar a mi altura descarga una violenta bofetada sobre mi mejilla izquierda. Me hace tambalear. Pero no hago por defenderme, porque sé que mi única arma es poner en evidencia la violencia gratuita del padre Gayarre, sin dar ningún argumento a su reacción neurótica.

-          ¡Sal a la tarima!

Me grita. Me vuelve a gritar. Entonces, mientras me dirijo al escenario donde va a continuar esa especie de auto de fe que, inesperadamente, se acaba de iniciar, me derrumbo y empiezo a llorar. Me dice, todavía gritando: 

-          ¡Repite cien veces: “las válvulas conniventes son unas rugosidades en el intestino delgado”!

Y entre sollozos, con la voz entrecortada, claudico y empiezo la cantinela: 

-          Las válvulas conniventes son unas rugosidades en el intestino delgado; las válvulas conniventes son unas rugosidades en el intestino delgado; las válvulas conniventes…

El aula, en un silencio atenazado por un brote súbito de terror, se nubla más allá de mis lágrimas. La tortura se prolonga unos largos minutos, que se hacen eternos. 

-          Las válvulas conniventes son unas rugosidades en el intestino… 

-          Vuelve a tu sitio…

El padre Gayarre lo dice en voz baja, puede que con cierto remordimiento… Me avergüenzo de mí mismo, porque no he debido claudicar bajo la amenaza de una soberana paliza. Debí permanecer en silencio, y rebelarme así ante la ignominia. Pero he aceptado la humillación, y el precio por haber cedido lo pagaré el resto de mi vida.

Llevo horas, no sé cuántas, tumbado en esta cama. Estoy esperando que el carcelero me informe sobre cuándo van a venir por mí. Yo ya no espero nada de esta vida más que ese aviso: el de mi ejecución. Ya hubo juicio y ya hubo recurso. Y ya la Audiencia se ha pronunciado: “Por todo lo anterior, declaramos a Antonio Trejos culpable de un delito de asesinato, con el agravante de alevosía…” No tengo nada que esperar más que mi muerte: soy un hombre sin esperanza. Mi abogado me dijo que solicitaría clemencia por las fechas sagradas en que nos encontramos. No sabría decir en qué momento se torció mi vida y me abocó a este destierro. Un destierro interior y exterior. Siempre me he visto desde fuera, como si mi vida discurriera fuera de mí, lejos de ese yo que nunca ha terminado de comprender del todo qué era lo que estaba pasando. Ahora sé que estoy en el sitio que el destino me había reservado desde la cuna, ahora sé cómo iba a acabar todo. Mi vida se torció antes aún de yo mismo conocerla, antes de que yo pudiera hacer algo por guiar siquiera tímidamente sus pasos. Desde niño siempre he sentido que debía aceptar el trágico rumbo de los acontecimientos, como si un destino cruel moviera ficha antes de que yo pudiera anticiparme: el odio de mi padre, su huida, la enfermedad de mi madre, mi carácter timorato, la perversión del padre Gayarre, la mirada de Raquel… ¡Qué podía haber hecho yo para evitarlo! Fue como si todo se hubiera confabulado para que en mí prendiera el odio… El odio, que es como una enfermedad degenerativa del alma, que la esteriliza de todo futuro.

Lo conocí a la salida del metro, una de esas tardes grises en que el cuerpo hervía y no sabía de qué. Tendría no más de quince años, y me pidió fuego. Sujetó con delicadeza femenina mi mano mientras sostenía la cerilla prendida. No dejó de mirarme… 

-          Gracias, cariño

Me turbó su insistente mirada. Y él se dio cuenta. 

-          De nada…, respondí

Y sentí, junto a un deseo inesperado de un algo inconfesable un repentino asco al roce de su melena pelirroja. Era una extraña sensación, mezcla de atracción, pudor y vergüenza. Entonces, venciendo una cierta repulsión, me decidí a preguntarle:

-          ¿Cuántos años tienes? 

-           Dieciocho, contestó.

Le repliqué:

-          Eres más joven…

Se me encaró:

-          ¡Qué coño te importa mi edad! Si quieres, te hago una mamada de ensueño. O te dejo que me des por el culo. O los dos por el precio de uno.

Quedé aturdido ante una respuesta tan brutalmente explícita, y sin decir nada me di media vuelta avergonzado, y mientras, sin levantar la vista, me alejaba a buen paso de allí casi me gritó:

-          ¡No te vayas, amor! ¡Sé que te va a encantar! ¡Sólo veinte pesos! ¡Y, el ofertón: una paja sólo por cinco!

Se hacía llamar Raquel.

Cuando, años después, he vuelto a verlo, ha sido porque lo he buscado. Sabía dónde encontrarlo. Y al final, como siempre, mi aturdimiento ha sido superior a mi deseo. He vuelto a  ser presa de su mirada, he vuelto a caer en sus dominios. Con una fuerza extraña, invisible, diabólica, nuevamente él se ha apoderado de mí. Creo que me ha reconocido.

Como a destellos veo sus ojos sin vida, y su boca relajada, sin el gesto provocador que ha mostrado un rato antes: unos besos lanzados al aire, mientras bajo su melena pelirroja me miraba con insistencia, con provocación. Mi reacción ha sido más fuerte que todo deseo y ahora noto el peso de su cuerpo sobre mis brazos, sobre mis piernas. Tenía veintidós años y no merecía vivir. En un instante, cuando me he acercado a él, con la mirada fija en su rostro, sin pestañear, ha comprendido rápidamente cuál era mi intención, y me ha llegado de su mirada una especie de aviso de que no iba a defenderse, tal vez para poner en evidencia la gratuidad de la agresión que siempre había temido. Hay seres como Raquel, o como yo, condenados desde antes de nacer a sufrir su vida como una tragedia… Todo ha sucedido en un momento, ése en el que sus manos han dejado de hacer fuerza para apartar las mías de su cuello, mis pulgares de su garganta. He apretado con todas las fuerzas de mi odio, y en ese instante en que se le ha ido la vida, entonces me ha empezado a dar pena. Hasta entonces ha sido el poderoso y sádico dueño de mi alma, pero de repente me ha turbado su fragilidad, la de su gesto, y su ser a la deriva, perdido en una nada que le acababa de devorar, me ha dado pena. Y  he pasado del odio al desconcierto, y de éste a la desolación, porque su imagen se ha transformado en mi interior, abandonando el turbio poder que irradiaba y que me podía. Los ojos de Raquel, satánicos, pintados como si fueran los de una puta barata, se han transformado súbitamente en los de un perdedor, en los de alguien que alguna vez también ha mendigado cariño, aunque lo haya hecho a su manera, de un modo diferente y extraño para mí. Con solo veintidós años acaba de perder la partida de la vida. Sus labios pintados convierten su rostro en una máscara que trata de ocultar a un ser frágil que súbitamente se ha roto. Y de repente lloro de angustia, tal vez porque yo también acabo de perder la partida de mi vida. Y también lloro de horror, ante la imagen inesperada de la muerte gratuita. Pero sobre todo, ahora lo sé, de lo que realmente lloro es de pena. Por él.

Y por mí.